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  • Foto del escritorPilar Paredes

Los zapatos del escaparate.

Actualizado: 25 oct 2020


Una historia basada en hechos reales

Me dice que las imágenes del pasado siempre vuelven a su mente cuando sale del escenario mezclándose con las lágrimas de agradecimiento por el aplauso de sus seguidores.


-“¡Los zapatos! ¡Dame los zapatos!- me grita siempre antes de cada actuación. Yo, que llevo a su servicio más de veinte años, saco de la caja, los zapatos de charol negro con hebilla a lo “Gilda” y se los ofrezco para que ella los coloque delante del espejo mientras se maquilla para la actuación.


María es una diva, todos la aman, yo la admiro y viajo con ella a todos los países imaginables del mundo, escucho lenguas que no entiendo e intento que la mujer hermosa y poderosa que es, nunca se disguste.


Me sé de memoria su historia, cuando le entran los ataques de melancolía me cuenta que solía recorrer todos los días la misma calle para ver esos zapatos. No le importaba dar un rodeo; lo esencial para ella era poder ver los zapatos que no se podía comprar.


No es que fueran un objeto de lujo; muchas personas de sus mismo origen social podrían permitírselos sin dificultad. Pero ese no era el problema: ella no podía tenerlos, al menos en ese preciso momento. Había otras prioridades.


Apenas cumplió la mayoría de edad, María tomó una decisión muy importante: se iría de casa.


No era un comportamiento habitual para una chica de su procedencia, pero dadas las dificultades económicas en las que había crecido, y los esfuerzos a los que su familia se había sometido para salir adelante, consideró que era su deber y responsabilidad dar un paso adelante en la vida, aunque lo que dejaba atrás sería una carga que siempre llevaría sobre su espalda.


Sin embargo, la decisión estaba tomada: saldría del pueblo en cuanto pudiera; sólo unos cuantos kilómetros la separaban de su sueño y nadie iba a desilusionarla.


Me dijo que únicamente su abuela la despidió en el andén, su padre enfadado y su madre enferma subestimaron la fuerza de su determinación, creyendo que con un par de días de escarmiento pronto la tendrían de vuelta.

Pero María apretó bien fuerte el sobre con dinero que su abuela le había dado en la estación. Partió esperanzada y temblorosa hacia lo desconocido y jamás volvió.


Claro que no fue fácil.

Los primeros años pasó hambre y frío, convivió con personas de todo tipo y hasta tuvo que cometer “algunos pecados inconfesables” como le gusta susurrarme al oído, pero sabía que tenía un destino distinto, que había sido llamada a hacer algo grande, diferente; que el ansía que la envolvía era una fuerza que la arrastraba sin cesar hacia delante, que la levantaba de cualquier resbalón y consolándola de cualquier error cometido.


-“¡Algunos dirán que mi ambición era desmesurada!- me gritaba apasionada- ¿Y qué si abandoné a mis padres? ¿Acaso no les pagué con creces su dedicación y entrega? Podrás oír que incluso pisé a algunas competidoras, tengo críticos voraces, ¡cómo no!-. Me miraba mientras se colocaba la peluca o se pintaba los ojos- ¿Y todo lo que sufrí para llegar hasta aquí? Acaso podía yo comprarme unos vulgares zapatos?”


La diva continuaba con su biografía y yo la escuchaba una y otra vez:


- “¡Pero el día que los compré! ¡Aquello sí fue dicha! Entré en la tienda y le dije al dependiente, quiero esos, señalando hacia fuera con el brazo extendido, los negros de charol tipo “Gilda” con hebilla, esos mismos. Los del escaparate.”

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