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  • Foto del escritorPilar Paredes

Perros de presa.

Actualizado: 25 oct 2020


Una historia basada en hechos reales.


El lunes me levanté antes de lo previsto.


Es genial despertarse antes de que suene la alarma del móvil, sobre todo si es el primer día de la semana.


De modo que era feliz, había dormido bien y el fin de semana había sido fantástico. ¡que más se puede pedir!


Pero ahí estaba el problema: lo que me iba a fastidiar el comienzo de semana; cinco llamadas perdidas de Roberto, mi compañero de trabajo, y un mensaje en el contestador.

Escuché el mensaje antes de desayunar: error fatal.


“¡Estamos en manos de perros de presa!!” la voz de Roberto sonaba aterrorizada, la misma frase repetida tres veces y la grabación de las 6 de la mañana.


“Roberto no habrá apenas dormido” -pensé. “Menuda mañanita me espera, ¿pero a qué vendrá tanto terror?”


Roberto y yo éramos compañeros desde hacía quince años en una mediana empresa tecnológica que estaba creciendo mucho. Apenas nos daban las jornadas para realizar todas las tareas encomendadas, pero aún así sacábamos el trabajo adelante. Y éramos un buen equipo: mi carácter tranquilo y la capacidad de síntesis de Roberto nos ayudaban a sobrellevar la sobrecarga de tareas.


Cuando llegué a la empresa, Roberto estaba reunido con el jefe y aunque nos intercambiamos miradas durante todo el día, no pudimos hablar sobre su llamada hasta que acabamos el trabajo y nos fuimos a tomar algo.


Parecía excitadísimo. El fin de semana se había encontrado al responsable de recursos humanos en una discoteca y entre copas y copas, le confesó que la empresa iba a ser vendida a la competencia y, probablemente, pocos “saldríamos vivos de la fusión”.


Conociendo el carácter apasionado de Roberto sabía que la noticia no le había dejado desconectar del trabajo ni un sólo instante.


No paraba de atemorizarme con sus miedos:


-“Ya verás, vendrán de un momento a otro y empezaremos a salir todos por la puerta. ¡Y yo que me acabo de comprar un coche!”-. El sollozaba y a mí me ponía cada vez más nerviosa.


Yo estaba mucho más preocupada, las cosas no iban bien en mi casa y era probable que mi matrimonio no llegase a fin de mes, así que la noticia era catastrófica.


De todos modos intenté calmar a Roberto y consolarme a mí misma en espera de acontecimientos.


Llegó por fin el día señalado y de la sala de conferencias salieron muchos empleados llorando o cabreados antes de que el nuevo CEO de la compañía acabase su presentación.


Los días posteriores fueron terribles y he de confesar que Roberto tenía parte de razón en sus temores, hubo despidos y cambios drásticos y la situación llegó a ser incluso violenta.


Mi amigo y yo ya estábamos aislados en nuestro departamento cuando se presentó nuestro nuevo jefe. No parecía mal tipo y tras su breve conferencia quedó claro que se sentía mucho más incómodo que nosotros y le costaba transmitir seguridad en el futuro.

Me fui a casa serena, pensando que, a fin de cuentas, se valoraría nuestro trabajo y a lo mejor incluso tendríamos más posibilidades de progresar con la nueva gerencia.

Cuando salí del ascensor, el número de Roberto no cesaba de vibrar en mi móvil. Le contesté con las llaves de la puerta en la mano.


-“Se acabó- me dijo- no lo aguanto más. No voy a consentir que venga un listillo recién licenciado y me diga cómo tengo que hacer mi trabajo. Y tú tampoco vas a hacerlo; mañana quedamos después del trabajo y arreglamos nuestro futuro” y colgó.


“¿Mi futuro?- Pensé en decirle a Roberto: ¿vas tú a arreglar mi futuro?”


Aquella noche decidí que no iba a tener ninguna discusión conyugal más y que era más importante dormir siete horas que enfrentarme a situaciones que no se resolverían con un tenso intercambio de palabras.


Hoy hace ya dos años de aquello y he de decir que fue duro reconocer que todo mi mundo cambió.


Me separé y me fui a vivir a otro país con Roberto. Me dejé arrastrar por su impulso cambiante e hice todo lo que él me propuso, aún sin saber que toda aquella desenfrenada locura iba a dar resultado.

Estaba tan cansada, que simplemente me dejé llevar.


Apenas recuerdo esa conversación, algunas palabras acuden a mi memoria: “tengo dinero”; “es una oportunidad”; “nos va a ir bien”; “el cambio de moneda nos beneficia”; “tengo un contacto allí que nos ayudará a encontrar alojamiento”…


Ahora estoy sentada en este pequeño despacho de esta calurosa ciudad tropical mirando a la calle. Roberto y yo somos socios, tenemos un pequeño despacho y no nos va mal.

Dos experimentados ingenieros en un nuevo mundo, que dejaron todo para evitar ser engullidos por los “perros de presa”.

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