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  • Foto del escritorPilar Paredes

Los dos camareros

Actualizado: 25 oct 2020

Una historia basada en hechos reales


Hace tiempo viví en una ciudad en la que solía frecuentar un excelente restaurante que llegó a ostentar una estrella Michelin. Era uno de esos sitios caros y exclusivos, conocido por unos pocos y de difícil localización: no hacía ningún tipo de publicidad.


Estoy recordando una época en que casi nadie usaba la palabra “chef”, y tampoco existía esta afición moderna de ir a la caza del menú original para luego criticarlo en las redes. Lo cierto es que ni siquiera existían las redes.


Puesto que la familia de Lucas - el hijo del dueño - y la mía estaban relacionadas desde generaciones, tuve la suerte de frecuentarlo muy a menudo. Aprendí mucho sobre gastronomía, y puedo decir que mi amigo me educó sin quererlo en el buen gusto culinario.


Un día Lucas me comunicó que había un nuevo camarero y que quería presentármelo.


Se llamaba Ernst y era hijo de emigrantes afincados en Suiza; había regresado a su tierra para retomar el contacto con sus raíces. Como estaba un poco perdido conociendo su nueva patria, tuve el gusto de acompañarle a conocer el paisaje de la región disfrutando enormemente de su cosmopolita compañía: había vivido en Francia, Italia, y Suiza visitando, además, Japón y Vietnam; hablaba inglés, francés, italiano y español.

A pesar de sus escasos 33 años había vivido intensamente y tenía grandes anécdotas que compartir. Su conversación era muy enriquecedora; tanto el hablar pausado como el suave tono de su voz te hacían sentir muy relajada. Había estudiado en la escuela de hostelería más prestigiosa de Paris y ser camarero fue su sueño desde siempre.


Era un gran profesional y servía la mesa siempre con cortesía y amabilidad. No es que yo fuese una experta, pero Ernst hacía las cosas de modo diferente: la forma de servirte el vino o entregarte la carta, hacía que tu experiencia en el restaurante fuese mucho más que el deleite de una comida exquisita y la estancia en un lugar acogedor. Te transportaba más allá, pero haciéndote sentir que pertenecías allí, que también tú formabas parte de ese entorno.


Confieso que jamás tuve la necesidad de presumir ante mis amigos por haber tenido el placer de cenar allí tan a menudo.


Pasaron los años y por diversos motivos me trasladé a otro lugar, así que durante un tiempo dejé de ir al restaurante. Cierto día unos nuevos amigos que iban a visitar mi antigua ciudad me preguntaron por un buen restaurante al que ir, y yo por supuesto les recomendé el de mi amigo.

Para hacerles un favor llamé al restaurante y les hice una reserva facilitándoles así la gestión, ya que no tenían muchas mesas y aún no existía internet. Como conseguí hablar con mi amigo le pregunté por Ernst y cómo le iban las cosas.

Las noticias que me dio fueron muy tristes: me informó de que tras un par de años trabajando con ellos, Ernst ya no estaba allí.


Me sorprendió un poco porque sabía que la familia que gestionaba el restaurante no eran personas incapaces de apreciar al que mostraba su valía, y recompensaban el talento con sueldos competitivos: dudaba de que Ernst se hubiese ido por dicho motivo.


Lucas me confirmó que no había sido así, sino que Lucas se aburría y ya no se sentía motivado. Además, había conocido a una chica con la que emprendió una nueva aventura en Paris, donde fue contratado en el Ritz.


Así pues, Lucas debía encontrar un sustituto para Ernst.


Pensando juntos, se pensé en el novio de una amiga mía, Pablo, que él también conocía, y era camarero: además de hablar Inglés, su presencia era impoluta; podría quedar con el y hacerle una prueba para ver si encajaba en el puesto.


La diferencia horaria hizo que mis conversaciones telefónicas con Lucas se espaciaran bastante, pasando mucho tiempo hasta regresar y poder ir a cenar con unos amigos al restaurante.


La comida fue perfecta: el vino, el trato, el silencio del lugar, la noche estrellada… una velada perfecta a pesar de la ausencia de Ernst.


Al concluir la cena, y ya que éramos los últimos, Lucas nos invitó a unos licores en el jardín, donde pudimos ponernos al día hablando de cómo nos estaba yendo la vida estos últimos años.

Aseguró lamentar que tampoco el novio de mi amiga lograra funcionar en el restaurante.


-“Tenía presencia, buena actitud y ganas, pero le faltaba formación para trabajar aquí. Aunque Pablo se comprometió a aplicarse y aprender, él mismo se percató de que no estaba al mismo nivel que los otros camareros y decidió aceptar otra oferta.”


-”¡Vaya! no sabía que fuera tan difícil la selección de camareros; lo consideraba un oficio que cualquiera podría aprender”.- le dije a Lucas.


Este sonrió y me dijo:


-“No es tan sencillo: muchos que han pasado por aquí han salido mucho mejor preparados de lo que estaban, pero aunque parece que cualquiera puede hacerlo, siempre hay alguno que destaca.”


-“Como Ernst” - le respondí.


Lucas exhaló un suspiro.

-“Sí, como Ernst. Algo tenía, era especial; los mayores elogios los recibí en la época en que él trabajaba aquí, y ya sabes que no era sólo por la comida, pues aquí cocinamos siempre igual. Creo que, en cierto modo, mis clientes no eran para él.”


Le miré extrañada.


“Sí –añadí- Ernst servía distinto… ¿Dónde estará ahora?”


Lucas le había perdido la pista:

“¿Quién sabe? Paris, New York, Australia…Confío eso sí, que esté con los mejores”.


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